Nadie se baña en el río dos veces porque todo cambia en el río y en el que se baña.
Heráclito
Son inevitables. De hecho la vida está compuesta de una inefable sucesión de ellos. Algunos tenemos la sensación de haberlos producido nosotros, y pueden o no, hacernos felices. Otros nos sobrevienen inesperadamente y también pueden tener diferente efecto en nosotros.
Cuando pensamos que lo que estamos haciendo ha provocado cambios que nos hacen felices, es algo maravilloso. Si, además, estas diferencias producen mejoras en la existencia de otras personas, conocidas o no, puede llegar a ser algo impresionante. Es, quizás, el tipo de cambio más enriquecedor, es el que nos da una sensación de trascendencia que, para seres con fecha de caducidad, nos hace sentir que viviremos más allá de cuándo nos hayamos ido, en los corazones y mentes de otras personas.
Ser quien controla los cambios en nuestra vida es, sin embargo, una ilusión. Lo imprevisible es siempre lo que nos pondrá a prueba. Como reaccionamos determinará en gran medida nuestra sensación de estar gestionando -que no controlando-, nuestra vida.
Este es en verdad el gran reto que une la inevitabilidad del cambio, con la felicidad: nuestra capacidad de aceptar, superar, convivir … con aquello que nos ocurre -lo quisiésemos o no-. Es, realmente, el desarrollo de estas habilidades lo que va a conseguir que nos sintamos parte de un mundo que avanza con nosotros. Pero que también lo hará sin nosotros.
Un principio que bien conocen quienes navegan o quienes se enfrentan a retos a diario. Porque, no nos equivoquemos, lo que nos va a definir no es nuestra capacidad de controlar (irreal) los cambios de nuestra vida. Lo que lo hará es como manejemos lo que ocurre y, además, como ayudemos a otras personas a hacerlo.