Más se unen los hombres para compartir un mismo odio que un mismo amor.
Jacinto Benavente
Odiar no responde a los criterios que asociamos a un trastorno mental. Aunque las expresiones del mismo nos puedan parecer inconcebibles y difíciles de explicar si no le asignamos una razón patológica.
El odio se cimenta en creencias y sesgos, que hacen que la persona que lo siente actúe o piense de una forma totalmente denigrante y deleznable hacia otras personas. Puede vestirse de justificaciones basadas en supuestas amenazas, desagravios o cualquier otra construcción artificial que lo respalde. Pero no tiene ningún fundamento.
Quizás podríamos sacar de esta definición al odio que viene provocado por una acción directa que una persona determinada ha inflingido a otra. Pero esto no es el odio habitual. Este se queda en la intimidad y es la persona que ha sufrido daño -de cualquier tipo-, la que lo sufre y, en muchas ocasiones, decide dejar a un lado para poder continuar con su vida.
El odio al que me refiero es aquel que se manipula por intereses, generando un imaginario o argumentario que se auto explica a sí mismo. Este tipo de odio acude a los miedos más básicos de todas las personas, y los personaliza en un grupo determinado que, a partir de ese momento, pasa a ser objeto de la ira de muchos.
El odio -o más bien su propagación-, se explica fácilmente desde la psicología. Pero esto no quiere decir que sea un trastorno de la psique. Es verdad que, visto aisladamente en una persona determinada, el odio parece una aberración. Pero no olvidemos que es un fenómeno grupal, social, que se azuza convenientemente para obtener réditos.
Porque, cuando acudimos a las razones que se supone lo sustentan, encontramos una elaborada estructura de mentiras que, redactadas y convenientemente arengadas, pueden tener un efecto demoledor en una sociedad. Un efecto que, cuando se mire desde la historia, les haga preguntarse a las generaciones futuras si estábamos locos por haber hecho lo que hicimos.
En cada uno de nosotros está el no permitir que el odio anide en nuestros cerebros. No es una trastorno mental, pero se comporta como un peligroso virus contagioso.