Esto está durando más de lo que pensábamos. Ni en nuestros vaticinios personales más pesimistas nos podíamos imaginar qué estaríamos planteándonos, por ejemplo, que va a pasar con la Navidad. Como la vamos a celebrar. O si lo vamos a hacer.
El impacto emocional de la crisis provocada por SARS COV2, está excediendo todas nuestras posibles proyecciones y consiguiendo que, en muchos de nosotros, se instale una tristeza que parece acompañar a nuestro día a día.
Identificar la fuente de esta tristeza puede ser muy sencillo: es el coronavirus. Éste ha conseguido doblegar al mundo sin -casi- estar vivo. Pero la explicación de nuestra tristeza puede ser bastante más compleja que esto.
Quizás el virus sí es el origen, pero me inclino a pensar más en su papel como detonante. Puede resultar mucho más atractivo, desde el punto de vista mediático, presentar a la pandemia como el origen de todos nuestros males. Pero no es así. O, al menos, no es del todo así.
Este virus ha conseguido poner en jaque a un modelo de atención sociosanitario y educativo público desmantelado y que, a duras penas, consiguió navegar por la crisis económica que hemos sufrido previamente a esta pandemia. Y se logró gracias a la enorme calidad y capacidad de los profesionales que lo componen. Pero esto tenía fecha de caducidad. La que produce el agotamiento, físico y mental, de quienes sufrieron -y sufren- sobre sus hombros, años de incompetencia interesada.
Sé que no me toca hablar de política, pero es inevitable tener que señalar que esta situación que vivimos sería mucho menos comprometedora para nuestra salud mental si las estructuras sociosanitarias y educativas fueran mucho más robustas.
Porque, no nos engañemos, este virus nos va a dejar tocados no exclusivamente a nivel sanitario y económico. Lo va a hacer también con nuestra salud mental. Estamos, en muchos casos, tirando de nuestras escasas fuerzas, para poder sobrellevar la cantidad de pensamientos que se nos vienen a la cabeza en estos tiempos de incertidumbre prolongada. Y lo estamos haciendo sin el necesario apoyo de profesionales de la salud mental que nos puedan ayudar a gestionarlos y a dosificar nuestras reservas.
La tristeza puede ser algo que, mantenido en el tiempo, devenga en incapacidad para concentrarnos, para descansar o para plantearnos alternativas viables de afrontamiento. Las consecuencias inmediatas ya se están viendo en las consultas de psicología y en la actitud de muchas personas.
Se termina convirtiendo en indefensión que no es otra cosa que la sensación de que haga lo que haga, nada va a cambiar ni voy a conseguir ver la luz al final de un túnel, amplificado y alargado por el SARS COV 2. Esta situación puede conducirnos a situaciones de estrés, ansiedad o depresión. En cierta forma nuestro cerebro se agota emocionalmente y ya no tiene fuerzas para seguir adelante. Bajamos los brazos, dejamos de actuar y nos ponemos en modo espera. Absolutamente rendidos a lo que pueda pasar. Es una forma de dependencia emocional colectiva que puede resultar tremendamente dañina a nivel personal y social.
¿Cómo podemos resolverlo?
Obviamente, por mucho que queramos no vamos a ser nosotros quienes descubramos la vacuna. Por esto es muy importante centrarnos en lo que sí está en nuestras manos. En cumplir con las medidas de prevención que están consiguiendo que el virus no se expanda todo lo que podría, en las personas que queremos y que nos quieren y que este tiempo limita la posibilidad de que los veamos lo que quisiéramos, en agradecer a quienes están al pie de obra para que esto pueda ser más llevadero … y muchas otras cosas más que están sosteniendo nuestro día a día y permitiéndonos sobrellevar una situación absolutamente impensable hace unos meses.
Nos puede la incertidumbre porque no podemos saber lo que va a ocurrir. Esto es lo que nos provoca indefensión y tristeza. Intentemos, de forma consciente, centrarnos poco a poco en lo que sí podemos controlar. Es bastante más de lo que pensamos. Se los puedo asegurar.