La mayoría de nosotros estamos viviendo esta “nueva normalidad” con indefensión. Es decir, tenemos la sensación -aparente- de poder hacer más bien poco para evitar la propagación del virus, un rebrote o el colapso económico mundial.
Es normal. La situación a la que nos ha llevado el COVID19, ha sido imprevisible e incierta. Ingredientes perfectos para alimentar esa actitud de “brazos caídos”, que nos lleva a no reaccionar y quedarnos, simplemente, a verlas venir. Algo muy peligroso.
Veamos un ejemplo mucho más conocido: el tráfico. La mayoría de nosotros tenemos muy claro que las normas que lo regulan están pensadas para protegernos a nosotros y a los demás. Límite de velocidad, señalizaciones, u otras características que las pueden definir, están diseñadas para que nos movamos, con el menor riesgo posible, en un entorno muy complejo. Aún así, hay quien se las salta, pensando que no van con él o con ella, confiando en sus reflejos -a pesar de estar bajo los efectos de las drogas- o, simplemente, las cuestiona abiertamente, en un mayúsculo ejercicio de egoísmo, manifestando que nadie le tiene que decir como conducir.
Esto último sería cierto si lo estuviese haciendo solo, en un circuito cerrado a los demás y donde, en caso de accidente, el único perjudicado sería él. Algo también relativo, ya que desde que tenga que ser atendido por personal sanitario, desplazado a un hospital e intervenido para salvar su vida, está incluyendo en su ecuación de libertad, a muchas otras personas.
Algo similar ocurre con el contagio de COVID19. Sólo que estamos menos habituados a él. Tomemos por ejemplo la semejanza entre los cinturones de seguridad y la mascarilla. Los primeros -que fueron muy denostados en su implantación-, han demostrado salvar vidas. Las mascarillas, igual. Por muy incómodas que puedan parecernos.
Hay muchos factores que juegan en contra de lo que podríamos llamar una alerta psicológica permanente. Empezando por la dificultad que tenemos para establecer nuevos hábitos. ¡Y eso es precisamente de lo que va la “nueva normalidad”.
La primera de ellas es algo de lo que ya hemos hablado: la resistencia al cambio. Nos cuesta mucho salir de nuestros hábitos, por muy nocivos que sean. No hay más que ver lo que ocurre con la adicción a sustancias. Las personas podemos saber qué es algo malo para nuestra salud, y aún así, seguir abusando de algo que nos destruye. Y si es colectivo, todavía más.
En segundo lugar, nos encontramos con la percepción del riesgo. En la carretera levantamos el pie del acelerador, si intuimos o sabemos que podemos ser sancionados o, si vemos un accidente en el que podríamos haber estado implicados. Es un mecanismo de identificación. Nos acerca a algo que puede ocurrirnos a nosotros.
Permítanme que, en este punto me detenga un momento para dedicarlo a quienes ponen en duda la existencia del coronavirus, la utilidad de las vacunas o la utilidad de las medidas de prevención. Además de un enorme ejercicio de insolidaridad exhiben, también una falta de respeto inmensa a quienes han perdido a algún ser querido debido a esta enfermedad. Todo ello aderezado por un desconocimiento científico rayando en lo patológico.
El tercer factor que puede estar obstaculizando nuestra necesaria adaptación a unas nuevas norma de conducta, tiene que ver con la sensación -falsa-, de inmunidad ante todo. Lo vivimos hace ya algunos años con el SIDA, en los momentos en que pensábamos estar a salvo de él, por no pertenecer a un determinado y supuesto grupo de riesgo. Ahora ocurre algo parecido, y a un nivel mucho más global. Pensamos -en algunos casos alimentados por la ignorancia pseudocientífica interesada-, que somos inmunes a esta enfermedad. Bien sea porque hacemos mucho ejercicio, somos veganos o practicamos meditación. Y no es así. Los tres ejemplos anteriores pueden ser -y lo son en muchos casos-, muy recomendables en nuestra vida cotidiana y ayudarnos a gestionar esta nueva situación. Pero no protegen del contagio.
Lo único cierto es que el virus sigue ahí. Y que la posibilidad de contagio se multiplica si no seguimos las medidas de protección. No hacerlo no es un síntoma de valentía sino de profunda inconsciencia.
Por esto, y respondiendo a la pregunta que nos hacíamos hoy, debemos cambiar nuestra conducta. Por mucho que nos sea difícil o incómodo. Sabemos lo que impide la propagación y, por ahora, es la única forma de parar al COVID19. Y de protegernos a nosotros, a quienes queremos y a nuestra sociedad. Paradójicamente sí queremos “normalidad”, deberemos acostumbrarnos y participar con nuestro ejemplo y modelo, en la nueva.
Volviendo al ejemplo de la pandemia del VIH, las mascarillas son el nuevo preservativo. Y éste último lo tuvo también muy complicado para ser aceptado como la mejor forma de prevenir la transmisión de la enfermedad.
Que no se propague el virus no depende únicamente de las medidas que tomen los gobiernos o las autoridades sanitarias. Es, por encima de todo, un enorme ejercicio de responsabilidad individual y de consciencia colectiva.