Las opiniones son como los clavos: mientras más se golpea contra ellas, más penetran.
Alejandro Dumas
Las diferentes opciones que todas las personas tenemos de expresar nuestra opinión se han multiplicado en los últimos años, de forma exponencial. Encontramos que cualquier persona que desee decir lo que piensa, puede hacerlo. El impacto de lo decida compartir estará limitado por diferentes razones.
Una de ellas, desafortunadamente, viene determinada por su inconveniencia, falta de educación o capacidad de ofensa. Bajo el axioma de la libertad de expresión, encuentran refugio multitud de expresiones de odio que resultan muy complicadas de atenuar.
Decir lo que pensamos no es sino otra expresión, en ocasiones muy perniciosa, de la costumbre humana de juzgar a los demás. En la mayoría de las ocasiones, sin ningún tipo de evidencia que no sea nuestra propia opinión.
Y es aquí donde entramos en el corazón de lo que quiero reflexionar con ustedes hoy. La equivocada afirmación de que todas las opiniones son respetables y, como tal, debemos aceptarlas. Y no es así. Lo que nosotros opinamos nos define a nosotros, en la mayoría de las ocasiones, y no a quien tratamos de calificar o ridiculizar.
El problema es que los límites de nuestra capacidad de hacer daño a otras personas son frecuentemente difusos. Se relacionan con nuestras propias frustraciones o resentimientos y puede no ser sencillo discernirlos. Aquí se hace especialmente relevante el conocido consejo relativo a si lo que vamos a comentar aporta algo, cambia algo o si, especialmente, puede ayudar a la persona sobre la que opinamos. Frecuentemente, si pasamos estos tres filtros, encontraremos que buena parte de lo que íbamos a expresar, simplemente no vale la pena hacerlo.
Más allá de los diferentes calificativos que podamos encontrar a la libertad de opinar, ésta se define por muchas consideraciones subjetivas que, en ocasiones, no son tan evidentes como se pudiese pensar. El «buen gusto«, el «sentido común» o cualquier otra autorregulación a la que podamos acudir no son, precisamente, verdades absolutas.