Si algo significa la libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír.
George Orwell
La censura forma parte de las estrategias más coercitivas que puede ejercer una persona o grupo, sobre otra(s) personas o grupo(s). Tiene como objetivo silenciar lo que no nos gusta, agrada o conviene. Y, frecuentemente, viene justificado por la «falta de respeto», «incitación al odio» o «sentido común».
Paradójicamente, todo lo que parece ser justificable censurar, se sostiene sobre interpretaciones poco basadas en la evidencia. Se apela a los «sentimientos», «la sensibilidad», «el decoro», o «el orden».
Porque la censura es una herramienta coercitiva, no educativa. No pretende enseñar, pretende restringir. Y, en un espacio como este, dedicado a la psicología, las prohibiciones, especialmente a la libertad de expresión, no pueden ser justificables.
Quien hace uso de esta herramienta lo puede utilizar de dos formas: la abierta y la encubierta. La primera, es la que más observamos en regímenes claramente dictatoriales, o con una fuerte predominancia religiosa. Es la autoridad la que decide lo que se puede o no puede expresar.
La encubierta es otra cosa. Puede escudarse en un entramado de normativas aprobadas por un partido con una determinada ideología, que unos jueces deben cumplir porque es la ley y así se le da un barniz de justificación. De esta forma tenemos una coerción de la libertad de expresión, que está basada en la utilización ideológica de un mandato electoral.
Aunque el primer tipo es deleznable, no deja de estar inmerso en un entorno autoritario reconocible. El segundo tipo, es otra cosa. Este se esconde en los mecanismos democráticos para conseguir que los que no opinan como yo, no se expresen. Y si lo hacen sean castigados. Y, al ser castigados, que se genere un ambiente de autocensura en todo aquél que se le ocurra pensar en opinar.
En definitiva, hemos conseguido un sometimiento. Obediencia (ciega) a la autoridad. Y de esto se ha escrito mucho en psicología.