Un poco de sinceridad puede resultar peligroso, mucha es fatal
Oscar Wilde
No es sencillo. De hecho, es uno de los terrenos más resbaladizos de las relaciones humanas. ¿Cuándo debo decir la verdad? Esa sería la pregunta. La contestación, seguramente, es ¡siempre! No se debe mentir. ¿O si?
Lo cierto es que detrás de la sinceridad se esconden muchas interpretaciones. ¿A quien no le han pedido permiso para ser sinceros, como prolegómeno de una absoluta falta de consideración? Seguro que en multitud de ocasiones. Especialmente en muchas de ellas sin que lo hubiésemos solicitado.
Hay quien supone que si está siendo sincero puede decir aquello que le parezca. Y no es así. Por dos razones principales. Una porque la verdad no es lo que nosotros poseemos y, en segundo lugar, porque no nos lo han pedido. Con respecto a lo primero debemos ser conscientes que lo que hacemos es un juicio, incluso aunque nosotros pensemos que son datos objetivos. Y respecto a lo segundo todavía resulta peor, ya que estamos suponiendo que la persona quiere escuchar nuestra opinión y, en la mayoría de los casos, no es así.
En definitiva, es una cuestión de criterio. Si aprendemos a ser sinceros con nosotros mismos, aprenderemos a saber cuando debemos o no ser sinceros con los demás. Pero por encima de todo, hemos de intentar ver a las personas como un todo. Así podremos valorar cuando la contestación sincera (es decir, adecuada a nuestra subjetividad), es pertinente o no. Excluyo de toda consideración de sinceridad aquellas opiniones orientadas a molestar o a fastidiar a alguien y que, en la mayoría de las ocasiones, nacen de una profunda frustración de quien las emite.
Por eso, cuando vayamos a decir “la verdad”, seamos científicos y pensemos si tenemos realmente todos los datos o estamos viendo únicamente una parte de la ecuación.