El rechazo no está en quien recibe sino en quién se siente ajeno.
Dolores Redondo
A nadie le gusta sentirse rechazado. Por supuesto. Es una de las peores experiencias sociales que podemos experimentar. No es nada agradable y nos puede hacer sentir realmente mal. Hace unos años el rechazo era una experiencia íntima, en la mayoría de las ocasiones. Lo vivíamos y lo sufríamos a solas. Cuando no era así, y se producía en grupo o en público, su efecto resultaba más intenso y devastador. Pero, habitualmente, era un rechazo que sufríamos por parte de personas que conocíamos o creíamos conocer.
La llegada de la comunicación virtual ha cambiado esto. En la actualidad, estamos expuestos al rechazo de personas que no conocemos (o creemos no conocer), que lo efectúan a través de las redes sociales y se aprovechan del anonimato e impunidad que éstas facilitan.
Podríamos pensar que el hecho de que nos importe lo que cualquiera que no se muestra nos importe debería ser fácil de manejar. Que no es lo mismo que cuando te lo dicen a la cara o te avergüenzan frente a un grupo. Pero no funciona así.
El impacto del rechazo virtual puede llegar a ser infinitamente más profundo. Principalmente porque se produce un efecto multiplicador. Pensamos que cuando lo recibimos, es el reflejo de un todo al que no le gustamos. Puede ser devastador y llevarnos a pensar que no valemos nada o que nadie nos va a querer nunca.
Estamos, sin duda, ante un enorme reto -el de saber gestionar el rechazo anónimo- que, si resulta complicado para quienes podemos tener más edad, todavía es más intenso para quienes son más jóvenes, y no distinguen claramente las diferencias entre la “vida virtual” y la real.
Lo que sí es importante es que seamos conscientes de que el rechazo virtual es tan, o más, devastador que el que se produce en el mundo real. Y que las personas que lo sufren, lo pasan realmente mal con los efectos del mismo.