Cree a aquellos que buscan la verdad; duda de los que la han encontrado.
André Gide
Cuantas tropelías se han justificado basándose en la (supuesta) verdad. Ocurre con este constructo de pensamiento al igual que con las opiniones: todos tenemos una. Es cierto que, mentando la verdad, parece que le damos más empaque a algo que no deja de ser un concepto basado en muchas suposiciones, sesgos e, incluso, opiniones.
Pero la verdad es peligrosa. Es una bandera que se esgrime por parte de quienes no quieren dejar entrar en sus vidas, territorios, espacios … a nadie que no se ajuste o la acepte. Es la base de las religiones, creencias y muchas otras formas de ver el mundo que tenemos, y creemos absolutamente ciertas.
Este concepto absoluto, pero a la vez totalmente indefinido, se puede aplicar prácticamente a cualquier ámbito. Desde el más inofensivo hasta el más peligroso. Está basado en el juicio. En la suposición de que mi visión del mundo es la correcta. Y que debo intentar convencer -en el mejor de los casos-, o someter -en el otro extremo-, a quien no lo acepte.
Enarbolar la bandera de la verdad puede conseguir que muchas personas lleguen a someter a su razón a quienes lo hacen. Conceptos paralelos como el “bien común”, la “justicia” y muchos otros alimentan este proceso. Cuando se convierte en un estandarte pierde todo su significado.
Porque, desde mi punto de vista -que no mi verdad-, lo más valioso de este concepto es su búsqueda, y no su hallazgo, como recoge la cita que encabeza este artículo de hoy.
Ese proceso es individual, pocas veces fácil de compartir. La verdad y su búsqueda forman parte de nuestra intimidad. Y, aunque podamos coincidir en partes de ella, la nuestra siempre será la que creamos cierta. Pero es esto, solo nuestra. El resto de verdades deben ser producto del diálogo, del debate o de la reflexión compartida.
Entonces llegaremos a un momento fugaz de verdad compartida, que es único. Y rápidamente perecedero.