Efectos emocionales de una pandemia
La psicología como bien de primera necesidad
Si hay algo que me preocupa es que, desde el principio de esta pandemia, nos hemos olvidado de la necesidad de la pedagogía, del diseño del comportamiento y del impacto que este acontecimiento mundial está teniendo en nuestra salud mental. Parece como si lo estuviésemos ignorando a propósito, esperando “que pase” o, en el peor de los casos, asumiendo los costes colaterales que va a tener en muchas personas.
Este estado de permanente incertidumbre, que no manejamos bien, nos lleva a desesperar, a reaccionar negando y a quedarnos enganchados en la fase de negación del duelo, que no nos permite avanzar y nos hace muy manipulables. En el lado opuesto, tenemos a quienes están atrapados por el miedo y una ansiedad subyacente que les tiene constantemente asustados. Los primeros son un peligro por su incumplimiento de las medidas básicas de protección ‒que siguen siendo efectivas, correctamente llevadas‒ y los segundos, por otro lado, que pueden ser presa de fácil de la manipulación de cualquiera sin escrúpulos. Por esto es tan importante la forma de comunicar y contar lo que ocurre.
Hemos vivido desde el principio de esta pandemia un bombardeo permanente de información por parte de los medios y de los gobiernos. Una información que, paradójicamente, ha sido intensiva y continua, pero que ha estado desestructurada y desordenada. Es como si un profesor no hiciese una programación del curso académico y, simplemente, se limitase a dar sus fuentes para que los alumnos se las arreglasen solos. Todo ello, claro, sin que estos tuviesen ningún tipo de formación previa o estudios que les permitiesen entender y asimilar la enorme complejidad de lo que estamos viviendo.
Nuestra situación ha hecho proliferar a muchos supuestos expertos o interpretadores de lo que está ocurriendo o de lo que pueda ocurrir. O de lo que se tendría que hacer para que no ocurriese o para que ocurriese de otra forma. Esta manera de comunicar aturde y confunde. Y, bajo una apariencia de transparencia, lo que se consigue es enturbiar tanto el agua que no conseguimos ver nada.
¿Por qué? Porque nos hemos olvidado de preparar las clases. De organizar adecuadamente la información para que esta pueda ser recibida, entendida y, eventualmente, discutida con criterio. Nos hemos dejado llevar por la urgencia frente a la importancia. Esto era lógico al principio, en los primeros meses de este fenómeno sanitario mundial. Pero algo deberíamos haber aprendido desde que, en el año 2019, SARS COV 2 apareció en China. ¿Lo hemos hecho?
No parece ser así. Seguimos viendo cómo el plan de actuación para esta pandemia continúa olvidando y obviando el comportamiento y pensamiento humano. Una sucesión de medidas, restricciones u ocurrencias, en muchos casos contradictorias y poco estructuradas, están consiguiendo que, cada vez más, nos polaricemos en nuestro pensar y actuar.
Este cataclismo global no se puede abordar sin considerar la dimensión psicológica del mismo. Qué es precisamente lo que ha estado ocurriendo. Una sucesión de opiniones, de llamamientos a la población, a la responsabilidad, al compromiso o a la denuncia, realizados desde instituciones que ignoran permanentemente a quienes van a recibir los mensajes. Se logra, en muchos casos, que la incertidumbre se transforme en rabia y esta, a su vez, en temor o negacionismo. Así tenemos un perfecto caldo de cultivo para que muchas personas indecisas o desesperadas se polaricen hacia posiciones imposibles, pero que les ofrecen un relato coherente de conspiración, manipulación y mentiras.
El abordaje desde la Psicología de un fenómeno de estas características debería haber incluido un acercamiento social y otro clínico. Prever lo que ha ocurrido, como he comentado más arriba, no era sencillo, y nos ha cogido desprevenidos. Es posible. Pero el olvido consciente de las consecuencias que esta incertidumbre continuada puede tener en la salud mental en la salud mental traería consigo efectos imprevisibles que condicionarán sobremanera la vida de muchísimas personas, de sus familias, de sus trabajos, de sus negocios…, constituyéndose en lo que denomino la variante psicológica del SARS COV 2. Y para esto no estamos desarrollando ningún tipo de vacuna.
¿Volver a la normalidad?
En este contexto, la tan aireada “vuelta a la normalidad”, se me antoja algo realmente complejo. Algo así como si pretendiésemos volver como sociedad o como comunidad a la normalidad tras una larga enfermedad colectiva o una guerra. Las secuelas de la misma nos exigen rehabilitación y readaptación. Y, en muchos casos, ser conscientes de que nuestra vida no será la de antes, al menos no totalmente.
Uno de los factores que se observa en esta supuesta fase final de la pandemia es lo que se ha dado en llamar “síndrome de la caverna”, o cómo muchas personas deciden permanecer con un mínimo contacto social por miedo al contagio o, simplemente, por no ir demasiado rápido. Es la otra cara de la moneda de quienes celebran la suavización de las restricciones con imprudencia y desconsideración.
Un estudio reciente de la Asociación Americana de Psicología informó de que el 49 por ciento de las personas adultas encuestadas anticipan sentirse incómodas cuando se plantean la vuelta a las interacciones en persona una vez termine la pandemia. Un porcentaje similar de quienes recibieron la vacuna manifestaron sentirse de la misma forma.
No será por no conocer que estos efectos psicológicos a largo plazo se producirían. En mayo de 2020, un estudio publicado en la revista Anxiety predecía que, aproximadamente, el diez por ciento de las personas que habían estado expuestas a esta pandemia desarrollarían “síndrome de estrés COVID”, tras hacer frente a problemas psicológicos graves, como el trastorno de estrés postraumático (TEPT) o trastornos del estado de ánimo o de ansiedad.
Estas personas ‒los cavernarios‒, irán, presumiblemente, incorporándose a una vida más o menos normalizada en los próximos meses. Pero no todos. Nos vamos a encontrar, ‒ya lo estamos haciendo‒, con personas que no lo van a conseguir sin ayuda psicológica y, aún así, les costará muchísimo. Lo peor de esta realidad es que nuestro sistema sanitario no está preparado para ello. Años de fármacos, de privatizaciones disfrazadas de ahorros y supuestas mejoras en la gestión han ido alejando a la atención psicológica de la atención primaria. En cierta forma estamos haciendo un ¡sálvese quien pueda!, en el que la salud mental, que nos ha mermado en esta pandemia, se obvia y se aparta de la primera línea de la emergencia.
Fiarlo todo a la resiliencia ‒esa capacidad del ser humano para sobreponerse a las circunstancias más adversas y salir adelante‒ es, cuando menos, una apuesta arriesgada. Por no llamarla imprudente e irresponsable. Como hemos comentado, habrá quienes lo consigan, pero muchos otros se quedarán en el camino, padeciendo trastornos mentales que condicionarán enormemente su vida y sus posibilidades de retomar una existencia sana y productiva a cualquier nivel.
No me toca, en cualquier caso, hablar de las evidentes implicaciones económicas que este olvido de atención a la salud mental provocará tanto a nivel individual como para nuestra sociedad en general. La falta de una promoción del bienestar psicológico sumado a la carencia de una red cercana de atención en este campo puede resultar en que muchas personas se vean en una espiral de trastornos inevitables e inabordables.
En esta aparente “vuelta a la normalidad” nos estamos encontrando con fenómenos curiosos a los que ya se les ha puesto nombre ‒aunque no respondan a una categoría clínica‒ para poder entenderlos. Es el caso del ya mencionado “síndrome de la caverna” al que ahora se le añade el del “flujo del virus”, que se ve agravado por el ir y venir de las diferentes variantes y las medidas para atajarlas. Fijémonos, mismamente, en nuestro país, cómo la mayoría de las personas siguen llevando la mascarilla en los espacios en los que ya no es obligatorio, dado que la perciben como una medida de precaución eficiente y necesaria.
Frente a estos comportamientos extremadamente cautelosos, nos encontramos con otras formas de comportamiento que parecen venir provocadas por una sensación de que la pandemia se ha acabado, de que el virus ya ha sido erradicado o de que las posibilidades de que me contagie, ingrese en un hospital, o llegue a fallecer por COVID19, son altamente improbables. Podríamos apuntarnos al carro popular que señala a los más jóvenes como los máximos exponentes de estos comportamientos arriesgados. Y, aunque son bastante visibles sus fiestas o botellones sin la más mínima precaución, no son los únicos imprudentes. Es más, podríamos decir que son la parte visible de este iceberg en el que se encuentran personas de todas las edades que han decidido “pasar del virus”, bien por un fenómeno de adaptación, una falsa sensación de invulnerabilidad, o un egoísmo extremo. Las consecuencias han y están siendo devastadoras, con una presión asistencial insostenible y un estupor generalizado del sector sanitario que ve como su realidad diaria es obviada por la sociedad y ‒en muchos casos‒, por las instituciones que obstaculizan la implementación de medidas efectivas de contención. Esto sin hablar de los negacionistas conspiranoicos que no hacen otra cosa que contribuir a alimentar una ceremonia de la confusión que es la que parece estar primando en esta fase ¿final? de la pandemia del SARS COV 2.
Incertidumbre, miedo, ansiedad, depresión… y el TEPT.
Qué duda cabe de que si hay algo que ha primado psicológicamente ‒al menos al principio‒, en esta pandemia, ha sido la incertidumbre. Algo que en nuestro mundo occidental es insostenible e incomprensible. Han sido décadas de ir acostumbrándonos a movernos en un pequeño espacio de control, seguridad y previsibilidad que ha saltado por los aires con esta pandemia. Aquello de “¿cómo me puede estar pasando esto a mí?”, tan común en la consulta de Psicología, se ha convertido en un fenómeno global de magnitud impensable hasta hace un par de años.
No sabemos movernos en situaciones imprevisibles. No estamos entrenados para ello y nos desborda. Por eso, y por muy sencillas que fuesen las instrucciones para no contagiarnos, muchas personas no eran capaces de implementarlas. Bien porque no se lo pudiesen creer o, simplemente, porque no se lo quisieran creer. Una de las consecuencias cuando sentimos que nos empujan hacia un escenario que no nos gusta es, precisamente, negarlo. Por muy disparatadas, increíbles, o terroríficas, que puedan ser las explicaciones alternativas. Implantación de elementos de seguimiento en nuestro cuerpo, envenenamiento de las personas mayores o cualquier otra hipótesis disparatada anidan con facilidad cuando sentimos que nos quitan nuestra estabilidad, nuestro status quo.
¿Se podría haber evitado este shock? Pues sí. Al menos en parte habría sido posible si la estrategia de comunicación empleada hubiese hecho uso de la pedagogía y del diseño del comportamiento. Es decir: en lugar de emitir mensajes exclusivamente, ayudar a su interpretación, comprensión y estructuración. Se ha estado bombardeando ‒que se sigue haciendo‒, con números, incidencias, medidas, restricciones…, a las que se les ha añadido recriminaciones, enfado, minusvaloración o condenas, y que no han servido más que para multiplicar el desapego que el público en general ha sentido en esta pandemia hacia su gestión de esta.
La información proveniente de las instancias puramente sanitarias y políticas no ha sido suficiente. Los agoreros científicos que han intentado sentar cátedra, muchas veces en una lucha absurda de egos, lo que han hecho es contribuir más al desconcierto y a la polarización.
Frente a este modelo de comunicación, digamos, científico-técnico, en muchos países con una tradición comunitaria mucho más fuerte, la alineación de la ciudadanía con las medidas implementadas para parar la pandemia ha sido innegablemente mucho más efectiva y compartida. Lo sé, resulta complejo que cambiásemos un modelo individualista como el nuestro en unos pocos meses. Es un trabajo de toda una vida que puede llegar a implicar un cambio social tan profundo que resulte impensable en una sociedad como la que vivimos. Un estudio publicado en The Lancet recoge que «para que las diferentes medidas de controlar la expansión del virus funcionen, las comunidades deben estar plenamente comprometidas y empoderadas para protegerse de él y de los efectos que esta crisis puede ocasionar, especialmente las poblaciones más vulnerables. De forma ideal las autoridades deberían asegurarse de comprender plenamente la realidad de la situación que enfrentan las personas afectadas por sus decisiones, basándose en principios de consenso. Indudablemente, dichos consejos deben ser coherentes y creíbles».
Coincidirán conmigo en que esto no ha sido así. Y más allá del efecto de las progresivas medidas que se han llevado a cabo, el grado de compromiso que hemos conseguido ha ido disminuyendo, también, progresivamente. Nos vamos acostumbrando a vivir en pandemia, lo que hace en muchos casos que la veamos como algo lejano, incluso cuestionando su existencia. Esto nos lleva directamente a nuestra situación personal. A cómo nos sentimos y cómo nos sentiremos. De nuevo, el (obviado) impacto psicológico de esta situación excepcional y prolongada.
El efecto de esta incertidumbre e incredulidad que nos rodean desata muchísimas reacciones ‒conspiraciones y negacionismos, entre otras‒ que, en la mayoría de los casos, no son más que el reflejo del miedo producido por una situación que vivimos como imprevisible y estresante. Sí, además, añadimos la aparente arbitrariedad con la que muchas personas reciben las medidas para controlar la expansión del virus, estamos teniendo un excelente caldo de cultivo para trastornos de ansiedad y, eventualmente, depresión.
Poco a poco estos trastornos se asientan en la persona y se convierten en enormes dificultades para conseguir salir adelante tras esta pandemia. Serán personas que van a tener muchos problemas para retomar una vida “normal” y, por ende, muy mermadas para reconstruir su vida laboral. Es decir, tendremos personas que, además de perder sus trabajos o negocios, no van a tener las fuerzas necesarias para comenzar de cero. A menos que reciban el adecuado apoyo psicológico.
Si no es así, serán muchas personas las que se quedarán en el camino.