Sin reflexión vamos a ciegas en nuestro camino, creando más consecuencias no deseadas y sin lograr nada útil
Margaret Wheatley
Nuestro mundo se ha ido convirtiendo, progresivamente, en un espacio de hiperestimulación, o dicho más claramente, en un mundo lleno de distracciones. Para navegar en él, se hace cada vez más necesario reducirlas y, en cierta forma, programarlas.
Este modelo perverso de atención está consiguiendo sustituir la atención por la inmediatez. No se trata contestar adecuadamente y con calma. Se trata de hacerlo rápido. De estar permanentemente disponibles. Y, no nos equivoquemos, somos responsables de esto en gran medida. Tanto a nivel individual como a nivel colectivo o social.
La moda de la comida rápida se ha trasladado a todos los niveles de nuestra vida. Son noticias rápidas, trabajos rápidos, aprendizajes rápidos … que hacen muy complejo e incompatible la reflexión y la comprensión. El impacto que esto tiene en nuestra capacidad de concentración y atención es dramático. Estamos fomentándolo a diario, y lo vemos cada vez más en nuestros más pequeños y jóvenes, que viven en un entorno de permanente satisfacción inmediata y automática, que destierra el esfuerzo, la perseverancia o el compromiso.
Podría decir que esto nos lo hemos ganado a pulso, que lleva tiempo cultivándose en nuestra sociedad. Es una cultura que prima la fortuna o la suerte frente al aprendizaje o la preparación. Que valora más ganar un concurso de -cuestionables- talentos en televisión, sea de música, costura, cocina … que todo aquello que conlleva tiempo, dedicación y, en muchas ocasiones, frustraciones.
Este es uno de nuestros mayores problemas: no sabemos equivocarnos, no sabemos fallar … y lo trasladamos a todos los niveles de nuestra vida, personales, laborales o -incluso-, de ocio. Estamos criando una sociedad intolerante a la frustración, que no es capaz de sobreponerse a los tropiezos que inevitablemente nos depara nuestra existencia. Esta incapacidad nos aleja de nuestra capacidad de resiliencia y adaptación a los entornos más complicados, como el que nos está tocando vivir. Alguien nos ha dicho que las cosas siempre salen bien … al final. Y, aparte, de lo bien que queda en una de una magnífica película, ¡algo tendremos que hacer para qué ocurra! ¿verdad?.
Porque, y lamento ser yo quien les de la mala noticia, si seguimos haciendo lo mismo, lo más probable, es que sigamos obteniendo lo mismo.
Equivocarnos, fallar, tropezar, solo va a ser útil si aprendemos de ello. Y solo aprenderemos de ello si somos capaces de ver todo el proceso como lecciones qué nos van enseñando que no hacer, que hacer con más intensidad o qué hacer de forma diferente.
Esto nos hace volver al principio de mi propuesta de hoy: la reflexión. Algo incompatible con las distracciones o la inmediatez del consumo rápido. ¿No les ocurre que se ven inmersos en una vorágine “para terminar mas rápido” o “tener más tiempo”, y luego no saben en qué emplearlo?. O, ¿por intentar hacer muchas cosas para poder hacer otras, no hacen bien las primeras ni disfrutan de las segundas? Sí. Es un sinsentido. Lo sé. Pero tengo que confesarles que es algo en lo que cada vez caemos más ¡y me incluyo en ello!
Aprovechar el tiempo no es otra cosa que disfrutar de lo que estamos haciendo y, aunque muchas cosas pueden resultar tediosas o rutinarias, si nos esforzamos un poco en encontrarles su punto de aprendizaje o, incluso, de diversión, cambiará nuestro concepto sobre ellas y, lo que es más relevante, recuperaremos el control de nuestro tiempo, y de nuestra vida.
En mi libro La felicidad: qué ayuda y que no, te propongo una forma para gestionar emocionalmente tu tiempo conociendo en donde estás -o mejor dicho-, donde crees estar. Saber si lo que estás haciendo es importante, y dedicarle toda tu atención, dedicación y entusiasmo, si es instrumental y que no es más que un medio para conseguir un fin, o inútil y más vale que no desterremos de nuestra vida, es esencial para conseguir disfrutar de cada momento de tu vida. Dicho de otra forma: saber dónde estamos y como nos sentimos, es un paso clave para ser felices. Y esto es reflexión, no una receta rápida.
Si tuviera que sugerir una cosa para hacer que una persona sea más reflexiva, sería reducir nuestras distracciones. Y, para adaptarlo a nuestra realidad tecnológica, la mejor forma de comenzar es desactivando las notificaciones de nuestro teléfono móvil. Para tantas aplicaciones como puedas.
Las notificaciones son el peor enemigo que podamos imaginar. Un lobo feroz disfrazado de inocente corderito, que ha llegado a nuestras vidas para, en teoría, hacer que esta sea más fácil. Y lo que ha conseguido es precisamente todo lo contrario. Nos ha robado el control de ella, haciendo que la deleguemos en un dispositivo que progresivamente se ha ido apoderando de nuestra existencia.
Casi todas las aplicaciones que descargamos nos preguntan si pueden enviarnos notificaciones. Parece algo muy inocente pero lo que nos está preguntando es otra cosa más terrorífica ¿me das permiso para controlarte … sin que parezca que lo hago porque me presento con la apariencia de productividad o aprovechamiento del tiempo? o ¿Me das permiso para reducir tu productividad para que mi empresa pueda ganar más dinero?» Cuando lo piensas de estas formas ¿A qué enfada o da miedo?
El teléfono móvil es solo una -probablemente la más evidente-, de las formas en las que vamos progresivamente perdiendo el control de nuestro tiempo o de nuestra vida. Seguro que se les ocurren muchas más. ¿Las comparten?