Siempre que enseñes; enseña también, a la vez, a dudar de lo que enseñas
José Ortega y Gasset

Desarrollar una opinión propia no es tarea fácil. En muchos casos, resulta más sencillo dejarnos llevar por la corriente y aceptar sin chistar que nos encasillen en uno u otro espectro ideológico por nuestra forma de pensar.
En la mayoría de las ocasiones esto conlleva que se nos tilde como poco coherentes o cualquier otro sinónimo más o menos respetuoso. No nos engañemos, pensar individualmente no está bien visto.

Pero ¿por qué ocurre esto? En teoría creemos en la libertad de opinión (y expresión) y la defendemos a capa y espada. En la práctica no nos gusta en absoluto. Queremos saber que etiqueta poder asignar a una u otra persona y así no tener que estar complicándonos demasiado intentando comprender, argumentar o cambiar lo que pensamos.

Es comodidad. Aunque la disfracemos de muchas otras consideraciones altisonantes. Es más sencillo encajonar -o encajonarnos- y así no tener que estar dándole demasiadas vueltas a la cabeza.

Esta forma de proceder conduce a las peores consecuencias que nos podemos imaginar. Si no desarrollamos una mente crítica estaremos a merced del aleccionamiento y la manipulación. Encasillarnos tras unas siglas, un país, una ideología o una religión, lleva aparejado una aceptación tácita de todo lo que quienes la instrumentalizan, decidan hacer. Si nos salimos de la línea de pensamiento y de opinión seremos reclasificados como parte de «los otros».

De esta manera lo que estamos creando son seguidores en muchos casos incapaces de pensar por si solo. Es la historia de las mayores atrocidades de la humanidad. Es lo que nos ha llevado a las guerras, genocidios o purgas.

La mejor vacuna contra esta epidemia es precisamente la mente crítica. Un camino en muchas ocasiones solitario pero muy satisfactorio.

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