Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos, sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir
José Saramago
La arrogancia es una de las manifestaciones más comunes del ego. Especialmente habitual en quienes ostentan una responsabilidad pública y, cuando deben asumir la misma, buscan todos los argumentos posibles para evadirse de ella.
En España y en muchos otros países, los ejemplos de esta expresión máxima del egoísmo, los experimentamos casi a diario. Vemos como quienes gestionan las más diversas áreas de lo público, no solo parecen incapaces de hacerlo, sino que además buscan todas las argucias posibles para escurrir el bulto, en ocasiones con actitudes o razonamientos difícilmente asumibles, por quienes sufren las consecuencias de su incompetencia.
Este fenómeno tiene un efecto directo en los ciudadanos -o al menos debería ser así-, que supone una pérdida de confianza, o lo que puede ser peor, una sensación de indefensión.
En situaciones en las que esperaríamos que quienes deben hacerlo, asumiesen su trabajo y su responsabilidad, nos encontramos con que parecen más interesados en quitarse de encima lo uno y lo otro.
Se busca que la culpa recaiga en la víctima, sean personas que pierden su casa, sus ahorros o se ven sorprendidos por las inclemencias del tiempo, viendo en riesgo su vida.
Todo sea por no admitir errores, mala planificación o incapacidad. Se hace muy complicado confiar, cuando esto ocurre, en quienes actúan de esta forma.
Es una de la características más detestables del poder. La que consigue que quien lo detenta, se distancie de su propia humanidad. Y, sin el menor rubor, intente justificar lo injustificable. Y su máxima expresión es, precisamente, la arrogancia.