El mundo no está en peligro por las malas personas sino por aquellas que permiten la maldad.
Albert Einstein
Prohibir es fracasar. Es, probablemente, la constatación más certera de nuestra incapacidad para convivir, respetándonos y aceptándonos. Implica admitir que somos incapaces de educar en una sociedad libre.
Cualquier prohibición coarta la libertad de alguien. Siempre. Podemos argumentar que, en muchas ocasiones, es necesario. No lo pongo en duda. Pero sigue siento un fracaso. Estamos poniendo una barrera porque las personas no son capaces de hacerlo. Personalmente.
Educar en el respeto exige un cambio radical de nuestra sociedad y de nuestro modo de pensar. Un ejercicio de desprendimiento del ego y de fomento de la empatía y la compasión. Difíciles de conseguir sin un compromiso real y generoso de quienes se impliquen. Y no se si estamos preparados.
Para ello, es imprescindible comenzar desde la más tierna infancia, seguro. Pero, no nos equivoquemos, también es necesario que quienes somos un poquito mayores, reconsideremos mucho de lo que hacemos, decimos o pensamos. Un ejercicio complejo, este de mirar hacia adentro para sacar la basura. O liberar la mochila.
Es una tarea cotidiana de autoobservación de nuestras actitudes. De aquellas que pueden resultar ofensivas o insultantes para otra persona, aunque no se encuentre allí. Porque el respeto, como la valentía, tiene valor cuando se practica a solas.
Este ejercicio de autocrítica es liberador. Te das cuenta que estabas cargando algo por una extraña sensación de coherencia mal entendida. Hasta que decides decirte ¡Yo no soy así! y lo dejas atras. Entonces se produce una sensación de espacio -no se explicarlo de otra forma, lo siento- como cuando te limpian una herida.
Esta tarea también tiene una segunda parte. La tolerancia. Entender que, en ocasiones, la ofensa solo tiene lugar si nos sentimos ofendidos. Que es un regalo envenenado que solo adquiere importancia en cuanto lo aceptemos.