No es que tenga miedo a morir, sólo quiero no estar allí cuando ocurra.
Woody Allen
Las películas de terror, las casas encantadas o los túneles del horror en las ferias son algunas de las formas en que los humanos buscamos para experimentar excitación. Nos atrae, no lo podemos evitar. Es una habilidad que tiene nuestro cerebro para conseguir que sintamos temor, que el estómago se nos encoja y pasemos un mal rato … a propósito. Más allá de tratar de comprender porque esto ocurre, esta capacidad puede ser utilizada para tratar las fobias o los desórdenes de ansiedad, proponen los psicólogos.
Cuando nos asustamos, nuestro cuerpo, automáticamente, dispara la respuesta “huida o pelea”: Aumenta nuestra tasa cardíaca, respiramos más rápidamente, se tensan nuestros músculos y nuestra atención se centra en respuestas rápidas y efectivas a las amenazas.
Es la forma que tiene la naturaleza de protegernos. Si el cerebro sabe que no hay riesgo real, que no podemos sentir ningún daño, experimenta el subidón de adrenalina como algo a disfrutar. Aunque, en muchas ocasiones podemos jugar con los límites y ponernos, por ignorancia o temeridad, en una verdadera situación de peligro. La clave está en aprender a manejar eficientemente este riesgo de daño.
Es algo que vemos frecuentemente con los más pequeños. No han aprendido a distinguir el peligro real en determinadas situaciones, y pueden llegar a vivir situaciones de auténtico pavor sin llegar a entender que no existe ningún peligro. Una vez aprenden, buscan repetir, para experimentar las sensaciones, sabiendo que no puede ocurrir nada.
Pero, ¿y cuándo si puede ocurrir algo?. Hablamos, por ejemplo, de la práctica de deportes extremos, como el barranquismo, el puenting o el paracaídismo.
En estos casos, quien se implica en una actividad de estas características, reduce el riesgo con el entrenamiento y la precaución. Se toman medidas para conseguir que la experiencia resulte excitante, garantizando la seguridad al practicarla. La estructura cerebral responsable en estos casos es la amígdala, clave para la formación y almacenamiento de memorias asociadas a emociones.
Como comenta el psicólogo ambiental Frank McAndrew, la habilidad para disfrutar el miedo tiene un sentido evolutivo. “Estamos motivados para buscar este tipo de estimulación para explorar nuevas posibilidades, para encontrar nuevas fuentes de alimento, mejores lugares y buenos aliados”, comenta McAndrew. “Disfrutamos la desviación de la norma, de un cambio de hábitos, con ciertas limitaciones”.
Esta es la clave de muchas terapias cognitivas. Se expone gradualmente a la persona a aquello que le podía estar angustiando, y conseguimos que se adapte a ello, dejándolo de temer. Es un tipo de técnica comúnmente utilizada en el tratamiento de las fobias o del stress post-traumático. Es un proceso laborioso, que debe ser conducido por un profesional, que tiene resultados muy positivos en el manejo de los trastornos de ansiedad o angustia.