pablo_30102016

A medida que nos hacemos mayores entendemos aquella respuesta que nuestros padres nos daban cuando nos quejábamos por la injusticia de tener que irnos del parque antes que nuestros amigos, “la vida es injusta, hijo”, nos decían.

Nos seguimos quejando de las injusticias, pero la sorpresa o la indignación que nos producían hace un tiempo, se han ido modulando y, simplemente, lo asumimos.

A pesar de esto, una parte de nosotros quiere creer que el mundo debe ser justo. La psicología denomina a esta creencia “la hipótesis del mundo justo”. En los años 70, Lerner y Miller señalaron que los individuos tienen la necesidad de creer que viven en un mundo donde las personas obtienen lo que se merecen.

Esta simple sentencia tiene todo tipo de extraños efectos, como recoge Nancy Venables, en su libro Después del Silencio: Mi viaje desde la violación. Tras ser violada por un extraño que aprovecho un descuido suyo cuando salió a tirar la basura, muchas personas, incluso amigos, sugirieron que podía haber sido en parte culpa de ella, por sacar la basura tarde en un vecindario peligroso. Incluso algunos le plantearon que era algo que podía pasar tras su decisión de ir a vivir allí.

Indudablemente, es algo terrible que culpemos a la víctima. A pesar de ello, hacemos juicios de este tipo continuamente, en todo tipo de situaciones. Pensamos que aquellos que están enfermos se lo merecen de alguna forma, que los parados no buscan trabajo o que los pobres merecen su pobreza y así muchas otras situaciones.

¿Por qué ocurre esto?

Lerner y Miller explican como la creencia de que el mundo es justo permite al individuo afrontar su entorno psicosocial como si fuese estable y ordenado. Sin esta creencia sería muy difícil para aquel que el que cree en esta hipótesis del mundo justo, sobrellevar el día a día. De esta forma, y paradójicamente, creer en esta justicia, se convierte en algo profundamente injusto, y provoca que el individuo achaque la culpa a aquellos que no la tienen. Es una cuestión de comodidad cognitiva, de economía cerebral. Pensar que las cosas se (nos) pueden torcer, nos hace conscientes de la impermanencia de nuestro frágil mundo. Y no nos gusta.

En el fondo es una actitud inmadura que no resiste entender que la vida, en muchas ocasiones, es injusta.

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