Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos, sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir
José Saramago
Nos enfada ¡y mucho! Cuando cometemos un error o simplemente metemos la pata, asumir nuestra responsabilidad no nos gusta. Seamos sinceros. Lo primero que hacemos es buscar una justificación para lo que hemos hecho, dicho o dejado de hacer.
Lo vemos continuamente. Si me salto un semáforo en rojo o estoy hablando por el móvil mientras conducimos, intentaremos negociar con el agente, con miles de excusas como atenuar u obviar, nuestra falta.
Lo mismo ocurre cuando opinamos sobre algo que no sabemos o desconocemos. Lo hacemos con personas o con situaciones, continuamente. Y si alguien nos hace ver lo errado de nuestro argumento, lo negamos o, simplemente, nos distanciamos de ello. Como si esta opinión que hemos emitido, la hubiésemos hecho coartados por algo o alguien.
Esta difusión de la responsabilidad, o lo que es lo mismo “tiro la piedra y escondo la mano”, se termina convirtiendo en una forma de actuar para evitar asumir la responsabilidad por lo que hemos hecho o dicho mal.
Aprender de los errores, admitirlos y disculparse o rectificar, si es el caso, es una de las mayores enseñanzas para crear una sociedad sana, solidaria y justa. Añadido a esto, encontramos la ineludible necesidad de que estas actos sirvan como modelo de conducta.
Porque es esta la única vía en la que conseguiremos cambiar nuestra forma de construir nuestra forma de relacionarnos. Desde la propia responsabilidad personal, además de las posibles regulaciones que puedan castigar a quien actúa de forma incorrecta.
Pero no nos equivoquemos, ninguna regulación puede sustituir la conciencia individual que es imprescindible para un cambio hacia un mundo más justo. Y eso nos toca a cada uno de nosotros y nosotras.