Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión. La gente tiene que aprender a odiar, y si ellos pueden aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar, el amor llega más naturalmente al corazón humano que su contrario.
Nelson Mandela
Llámenme ingenuo. Pero no me gustan las etiquetas, ni las clasificaciones. Me da la sensación de que esconden algo. Y además, me obligan a elegir. En muchas ocasiones, entre dos o más opciones, que ni siquiera veo.
Pero es una realidad. No nos engañemos. El ser humano, en su mediocridad, siente la necesidad de autoclasificarse, de ponerse etiquetas que le cataloguen en su profesión, en su ideología, en sus aficiones…
No se cual es el motivo que subyace a esta insuficiencia. Pero si puedo asegurar que en mi desempeño profesional no me sirve de mucho. En un mundo en que todos tenemos acceso a la información, cuando alguien entra en la consulta y ya se ha etiquetado como depresivo, ansioso o bipolar, el tiempo que debo dedicar a averiguar como ha llegado a esa conclusión es tiempo estéril. Puede que me digan que siempre es mejor empezar por algo, que es una forma de comunicación. Pero, que quieren que les diga, prefiero quien viene a pedir ayuda con un simple “no me encuentro bien”.
Esto es lo que veo a mí alrededor. La necesidad de que tomes partido, de que encorsetes tus ideas en un partido político, tus creencias en una religión o tus miedos en una enfermedad mental.
Parece como si hacerlo consiguiese que fueras más identificable, que dejases de ser una supuesta amenaza. Pero no. En mi caso no va a ser así.
Los males que generan en las relaciones humanas, y en la salud mental de las personas, estas clasificaciones o etiquetas, son innumerables. Las vivo todos los días. Alguien que se acerca y te dice que no cree en si mismo y descubres que está intentando encajar en un molde que le han impuesto, u otra persona que no entiende que nadie deba “tolerar” sus preferencias sexuales, pueden ser varios de esos ejemplos que les cuento.
Al final descubres la inmensa necesidad que tenemos todos de aceptación, pero de la equivocada. Queremos que nos acepten los demás sin entender que para eso hay que empezar aceptándonos a nosotros mismos.
En definitiva, es imposible que ames a nadie si no te amas a ti mismo. O dicho de otra forma, si no sabes lo que puedes dar es muy difícil saber lo que necesitas.