Recordar un buen momento es sentirse feliz otra vez

Gabriela Mistral

Todos queremos ser felices pero … siempre hay un pero ¿verdad?. La realidad es que la mayoría de nosotros lo que queremos es evitar la infelicidad. Ahh ¿pero no es lo mismo? Pues no. Evitar la infelicidad nos conduce a que, en el momento que consideremos algo como emocionalmente arriesgado, lo evitemos. Esto ocurre con pequeños y grandes cambios. Desde que sospechemos el más mínimo atisbo de infelicidad, lo apartamos a un lado.

Esto nos lleva a no escalar la montaña porque los primeros pasos, hasta que se calienten nuestros músculos, son muy molestos. O a no abordar a esa persona que nos gusta, porque tememos que nos ignore.

Dos investigadores como T.D. Wilson y D.T. Gilbert denominan a esta tendencia “el sesgo de impacto”, que causa que subestimemos nuestra fuerza interior para manejar nuestros sentimientos en caso de que las cosas vayan mal. Es algo así como la ignorancia de nuestra resiliencia, esa capacidad que aflora cuando todo se tuerce. Sabemos que está ahi, pero no queremos comprobarlo. Ni con las más pequeñas pruebas.

Vaticinamos que lo único que vamos a experimentar es nuestra propia infelicidad. Nos cuesta imaginar que todo pasa, que es lo normal. Que habrá otras cosas en que ocuparnos si no va bien. Y si va bien, pues ¡genial!.

EnergyEsto es algo especialmente cierto (o más evidente), en nuestra adolescencia. No podemos entender como, si le he dicho a mi madre que me he enfadado con mi novia y estoy muy triste, tras decirme que lo siente mucho ¡me diga que baje la basura!. Si estoy mal ¿cómo puede ocurrir que el resto del mundo, al menos el que me rodea, no este igual que yo?

Esto no solo ocurre a estas edades. Casi todos nosotros exageramos cuando se trata de predecir sentimientos, especialmente cuando creemos que van a ser negativos. Nuestros pensamientos acerca del futuro pueden, así, convertirse en un obstáculo insalvable para nuestra felicidad.

Y ahí no queda la cosa. Nuestras magníficas habilidades cognitivas, para cualquier otra cosa, se quedan en el camino cuando se trata de, simplemente experimentar la felicidad del momento, de la experiencia en si. Cuando lo analizamos, tenemos la tendencia a apartarnos de nuestros sentimientos, a desconectar del sistema límbico (nuestro “corazón cerebral”) y racionalizar al máximo lo que ocurre. Ponemos límites, nos asustamos y construimos una serie de muros para tratar de no caer a un supuesto abismo “cuando esta felicidad inmerecida desaparezca”. Este mecanismo, que puede ser muy útil cuando se trata de dolor y sufrimiento, es totalmente contraproducente cuando hablamos de felicidad. Consigue que nos distanciemos de ella y, lo que puede llegar a ser peor, nos hace pensar que no tenemos nada que ver con ella. Que nuestra felicidad es inmerecida.

¿Y por qué ocurre esto? Resulta paradójico pero al temer que la felicidad sea pasajera y constatar nuestra incapacidad para reproducirla a voluntad, preferimos no arriesgar. Es decir, nos empeñamos en la duración de la experiencia olvidando la esencia de la misma. Y mientras estamos preocupados por ella, simplemente ¡no la disfrutamos! Esto llega a provocar, simplemente, que prefiramos no ser infelices a ser felices.

Y esto ¿cómo podemos cambiarlo? Una buena forma de empezar es siendo conscientes del sesgo de impacto y de nuestra tendencia de analizarlo todo. Estar conscientes, en el momento presente, interrumpe nuestras predicciones sobre el futuro, y nos permite pausar el presente, viviéndolo.

El siguiente paso es construir (o recuperar) la confianza en nosotros mismos. Hemos superado momentos difíciles. ¡Recordemos! Aprendamos como lo hicimos, como conseguimos superarlos y salir adelante. Esto nos ayudará a entender que vale la pena arriesgarse, a pesar de que algo pueda ir mal.

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