La ternura y la amabilidad con los demás no son signos de debilidad o desesperación, sino manifestaciones de fuerza y decisión

Gibran Kahlil Gibran

Como muchos términos del diccionario psicológico, la empatía se ha colado en nuestro vocabulario del día a día. No es extraño que escuchemos a alguien diciendo que otra persona no es “empática” o si lo es, basándose en desconocidos parámetros para manifestarlo.

Pero la definición técnica no es tan fácil. De Vignemont y Singer, en 2006, identifican dos líneas en la literatura científica.

Una de ellas se refiere a una respuesta afectiva generalizada que damos a un determinado estado de ánimo que percibimos en otra persona y que nos hace acercarnos emocionalmente a ella. Esta es la que probablemente nos refiramos coloquialmente.

Los autores, sin embargo, proponen una definición mucho más ajustada de este fenómeno y que depende de un proceso “consciente”. De esta forma, nos sentimos de una determinada forma, que se asemeja a como se siente la persona a la que dirigimos nuestra empatía, pero tiene causas diferentes. La nuestra proviene de imaginarnos como se siente la otra persona y  no de la causa que lo provoca, y somos conscientes que nuestro estado proviene de ello.

Helping-Hand

Esta definición determina claramente el origen de nuestra emoción y la diferencia de sentirnos afectados por lo que la otra persona le está causando sus emociones y no por nuestra reacción a los mismos estímulos. La pregunta de que hasta que punto tenemos control sobre nuestra empatía y si esto depende de características determinadas como la personalidad o el entrenamiento que tengamos en hacerlo parece ser clave. ¿Empatizamos de forma automática con quien esta a nuestro alrededor? O, ¿nos esforzamos conscientemente en hacerlo? La psicología sugiere que, ciertamente, hay cierto nivel de automatismo en nuestra respuesta empática. Son determinados elementos que provienen de nuestra forma de percibir nuestro mundo lo que nos hace que empaticemos o no de forma inconsciente con una determinada emoción.

Estudios neurocientíficos apoyan esta hipótesis al comprobar como, cuando vemos a perfectos extraños sufriendo dolor, la respuesta empática del cerebro se activa automáticamente.

Pero, como señalan los autores de estos estudios, una empatía indiscriminada debe ser modulada por factores situacionales o nuestra vida emocional sería un auténtico caos. Esta capacidad no descansa únicamente en la percepción, sino que sus características relativas pueden llegar a determinar nuestra respuesta emocional. Es decir, somos capaces de “relativizar” las informaciones que nos llegan y adaptarlas a nuestra verdadera capacidad de acción. Empatizar con una circunstancia en particular, en la cuál no podemos hacer nada por ayudar, no resulta económico para nuestro cerebro y, por lo tanto, lo relativiza. Esto nos permite buscar respuestas alternativas que ayuden a enfocar nuestra empatía a circunstancias en las que realmente podamos intervenir, emocional o prácticamente.

Algunos de los factores que pueden facilitar la empatía son emocionales, como la familiaridad que percibamos con la situación en particular. Otros tienen que ver, evidentemente, con nuestras características; ser padres o madres, por ejemplo, facilitará que empaticemos con otros padres o madres.

Lo cierto es que el proceso por el que opera la empatía es una parte vital de un adecuado funcionamiento social. Hasta que punto sería la clave. Muchos autores han sugerido la importancia de la empatía para promover la conducta social y solidaria. Consideran que esta fenómeno psicológico incrementa la coherencia social y la comunicación interpersonal, mientras que su ausencia la asocian con una conducta antisocial y agresiva.

Lo que es más importante, a nuestro entender, es la posibilidad que recogen muchos estudios de entrenar la empatía. Este proceso de aprendizaje se debe desarrollar en el entorno familiar y educativo facilitando que los niños y niñas aprendan a ponerse en el lugar del otro.

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